abril 26, 2024
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octubre 5, 2019 | 254 vistas

Enrique M. González Filizola.-

Esta serie de colaboraciones periodísticas, que a partir de hoy ofrecemos a nuestros lectores, llevan implícito el propósito de conmemorar un nuevo aniversario de fundación de esta Ciudad Capital, abordando diversos temas de historia local que pretenden dibujar o esbozar rasgos de su origen y evolución, así como también hacernos reflexionar sobre las notables transformaciones que ha experimentado el patrimonio cultural citadino propio a lo largo de los siglos.

A nombre de la Universidad Autónoma de Tamaulipas a través de su Instituto de Investigaciones Históricas y en unión de esta prestigiosa casa editora, que siempre nos ha dado cabida, desplegamos con mucho gusto estas páginas memorables que refieren aspectos distantes en el tiempo acerca del lento devenir de Ciudad Victoria, de Victoria, de nuestra entrañable casa grande victorense.

Principiaremos con la publicación de un breve ensayo que lleva por título el encabezado que nos anuncia, en la cual exploramos conceptos interesantes atañidos intrínsecamente por las disciplinas de la historiografía y del estudio del patrimonio, de las cuales procuraremos entretejer vínculos con nuestra identidad tamaulipeca. Entendemos identidad como la construcción ideológica moldeada por símbolos materiales, también de aquellos que no son tangibles, pero sobre todo para este singular ejemplo que aquí exponemos, definiendo una identidad permeada por los discursos historiográficos elaborados a través de los años por cronistas e historiadores, que a la postre se han convertido en un valioso legado patrimonial para todos los tamaulipecos.

Quiero abrir citando fragmentos teóricos de David Lowenthal que resultan elocuentes y fundamentales para nuestro caso en particular, porque sus explicaciones entrelazan y condensan precisamente los objetivos que me he propuesto compartir con ustedes. Este autor señala tres rutas que nos conducen al pasado, formas comunes para adentrarnos y remontarnos en el tiempo y en la Historia. La memoria es una de ellas, quizá la más endeble, porque es por esencia de carácter selectivo, de poca precisión temporal y de escaso valor objetivo, debido a que las tendencias naturales del pensamiento suelen impregnarse y contaminarse de emociones. Al hablar de las reliquias, otro recurso importante para el conocimiento histórico, estas se traducen en las huellas físicas o los vestigios que han permanecido hasta nuestros días y que en buena medida reflejan materialmente hablando lo pretérito. Son de gran valor testimonial y nos proporcionan inmediatez y una sensación de proximidad que nos conecta con generaciones lejanas y épocas remotas. Esta vereda del pasado tangible resulta perecedera, sufre mutaciones y desgastes que lo alteran y lo modifican, en el mejor de los casos.

Pero los cambios no solo se observan en el plano material, sino que ocurren también al nivel de los significados, de las percepciones y en la sensibilidad y en la conciencia histórica subjetiva para reconocerlos a través del tiempo. Son elementos estáticos, mudos, que requieren de una interpretación que nos introduzca en el contexto de su creación y de su devenir. Su importancia radica precisamente en la coexistencia temporal con el presente. Sumándoles la labor del investigador e historiador se logra reconstruir, en forma mucho más fidedigna y clara, su valor y comprensión. En este sentido, hay quienes afirman que el pasado tiene una naturaleza probabilística en abono al patrimonio histórico que lo conciben como una verdad histórica en sí misma.

Mayores alcances y estabilidad para aprehender el pasado por encima de la memoria y de las reliquias, nos dice Lowenthal, tiene la historiografía; el estudio de la historia formal escrita. Historia fundamentada en la comprobación de las ideas, de las hipótesis y cuestionamientos, con base a pruebas documentales que le otorgan veracidad y exactitud al discurso. No obstante, por otra parte estamos conscientes de que “la verdad histórica” como tal, no es posible llegar a obtenerla del todo, resulta prácticamente inalcanzable y escurridiza, solamente podemos conformarnos para aprehender su esencia con buenas y claras aproximaciones.

Los planteamientos que propone Lowenthal para viajar en el tiempo e introducirnos en el ayer, nos hacen reflexionar sobre la naturaleza del conocimiento histórico y nos mueven a buscar definiciones epistemológicas para alcanzar el pensamiento del historiador, que siempre está condicionado por los ingredientes fundamentales de su estudio, que son el hombre, situado y localizado en un tiempo dado y en un espacio o proscenio geográfico específico, cualquiera que este sea. Es el juego constante de una diacronía entre pasado y presente, que conjuga conceptos tales como el de mutabilidad, continuidad y comparabilidad. Según la versión que sostiene Witold Kula en sus reflexiones filosóficas sobre estas mismas ideas y tendencias, “la mutabilidad histórica es inconmensurable y de difícil aprehensión”. Y frente al dilema mutabilidad-continuidad, que ha sido motivo de largas disertaciones, este pensador se pronuncia arguyendo que “el verdadero historiador” debe adoptar y asumir, como una actitud humanista propia de su quehacer, la postura o posición del cambio. Kula percibe transformaciones en casi todo, cambios en la naturaleza, en el clima, en la hidrografía y asevera que: “Todo cambia, la relación del hombre con los colores, las formas o los sonidos”, “las palabras varían su sentido, los sentimientos su contenido”.

Presento a continuación, con cierta articulación estructural, una corta pero significativa selección de pasajes o paisajes historiográficos, recreando las bellísimas prosas narrativas heredadas de nuestros historiadores y cronistas, trabajos que consideramos se constituyen en preciados productos intelectuales, de gran valía para todos nosotros.

Opina el maestro Boris Berenzon que “el historiador puede metabolizar, leer, interpretar lo que otros historiadores legan y producir una metamorfosis del discurso del pasado que se ofrezca nueva, vigorosa y comprometida subjetivamente como palabra plena”. No se trata tan solo de citar, sino de re significar, de producir un renacimiento del hecho histórico contado con anterioridad por otras miradas y dar vigencia a aquello que nos permite repensar y enfocar de manera distinta los acontecimientos. Formas de hablar del pasado que a la vez son formas de concebirlo. Berenzon cree que la “re significación” implica otorgarle salud y libertad a la historiografía.

He querido convertir tres bellos paisajes historiográficos en paradigmáticas escenografías históricas que representan, de diversas maneras, momentos clave o estelares en nuestra historia, o bien coyunturas de progreso o cortes y divisorias de transformación, una simbiosis que intenta retratar algunos capítulos medulares que han marcado la pauta del cambio para el desarrollo y evolución de nuestra población.

Eras de progreso caracterizadas por alguna actividad económica relevante u otras actividades políticas que reforzaron e hicieron más estable el proceso de poblamiento y que paulatinamente devinieron, como consecuencia, a dar vida propia al patrimonio cultural de lo que hoy es Ciudad Victoria y el estado tamaulipeco. Escenografías que también tienen que ver con la advertencia de factores naturales que se ofrecen a las fuerzas productivas aprovechadas por el hombre en cada una de estas etapas de desarrollo económico regional.

De tal manera que este primer ensayo podrá leerse como un ejercicio lúdico comentado, el cual se conforma de una tercia de botones historiográficos bien seleccionados, como si fuesen escenarios teatrales presentados en actos que aparecen y desaparecen oportunamente tras pesados telones que suben y bajan, dejándonos entrever a plenitud y a la distancia una imponente panorámica que se muestra espectacular y siempre cambiante enmarcada por la eterna tramoya victorense.

 

PRIMER  ACTO

Cuando fray Joaquín García achacaba ligerezas al contenido de los informes que Escandón rindiera a la Junta General de Guerra en relación al viaje exploratorio y de reconocimiento del territorio efectuado en 1747, el religioso refutó y contradijo enérgicamente las pródigas cualidades que el conde atribuía a la amplia región donde poco después se fundaría la Colonia del Nuevo Santander. Afirmaba que eran “disloques de su elocuencia” y lo acusaba de pintar “tantas comodidades falsas” y “tantas fertilidades imaginarias”, haciendo una notable salvedad con el pueble de la Villa de Aguayo, del que dijo, era “el mejor paraje” que tenía la Colonia, referenciándolo con la peculiar característica de estar situado “en las faldas de la Sierra Madre y en las inmediaciones de la Boca de San Marcos.”

Aseguraba García que quien leyera alguna de estas expresiones vertidas por el colonizador en sus informes, hubiera creído que se trataba de un “paraíso” y de “una tierra nunca vista” e increpaba a pregúntenselo a los dueños de las haciendas de ovejas que entraban impetuosas a agostar todos los años al Seno Mexicano: “Estos dirán”, se contestaba a sí mismo el fraile en sus declaraciones oficiales, “que las tienen bien registradas y que saben lo que hay en ellas y que es una falsedad llamarle nuevo descubrimiento”.

A diferencia de García, que fue protagonista de los hechos mismos, don Candelario Reyes nos ofrece una interpretación y una visión distante de esta prematura etapa de poblamiento.

Al mediar el siglo XVII aparecieron por vez primera las enormes pastorías trashumantes que dieron inicio a la introducción y auge masivo de ganados menores en el noreste mexicano. Su entrada había sido promovida por los gobernantes del Nuevo Reino de León, que habilitaron múltiples rutas permitiendo el paso de ganados venidos del centro de la Nueva España a las llanuras y pastizales vírgenes del extenso valle norestense.

Aun con toda la contaminación visual propia del desarrollo y del empuje de una Ciudad Capital en la actualidad, no es difícil imaginar la austera e imponente belleza del paisaje natural que se percibía sobre el sitio donde nació Ciudad Victoria, antiguamente Santa María de Aguayo. Debió haber sido un espectáculo fascinante e impresionante a la vez, haber podido contemplar, como lo sugiere Reyes justamente durante el otoño hasta la primavera, la imagen panorámica del lento movimiento de estos enormes rebaños de ovejas al cuidado de escolteros y pastores, miles de cabezas asomándose apacibles entre los abundantes e hirsutos pastizales del entorno. Dice el historiador tamaulipeco que “cubrían toda esta parte de San Antonio de los Llanos, el Río de Santa Engracia y hasta la Boca de San Marcos”.  Sin duda alguna, esta actividad de la ganadería trashumante vino a estimular el proceso de colonización en esta conflictiva área del noreste mexicano y se puede apuntar como primera vocación productiva que tuvo la región, complementada en las décadas subsecuentes de fundada la villa, por la creación de una rica comarca agrícola.

 

SEGUNDO ACTO

Si quisiéramos describir sucintamente esta Ciudad Capital, echando mano de ciertos rasgos característicos de su fisonomía y recurriendo a la magia de la geografía de las percepciones, esa que le da sentido al espacio “como una actividad del alma”, y que nos permite acuñar simbologías y conceptualizaciones de su espacio, trazos y elementos representativos de su identidad, tendremos que recurrir a las distintas fórmulas literarias que se han expresado a través del tiempo para asociarla, presentarla y definirla.

Cuando Alejandro Prieto concluyó el trascendente ensayo histórico sobre la entidad en el año de 1873, dijo convencido que “si algún pueblo de todos los que existen en Tamaulipas ha sido situado ventajosamente bajo todos conceptos”, ese era sin lugar a dudas Ciudad Victoria. Como eminente geógrafo de la época, el ingeniero Prieto recreó la lectura del paisaje que lo vio nacer, no solo apreciando el variado entorno físico y natural que le era familiar y que conoció con intensidad, sino entendiendo con profundidad e inteligencia su valioso significado histórico.

Victoria está localizada en una atractiva planicie, justamente en las prolongaciones de la falda de una enorme giba de evidente majestuosidad, que forma parte de la fragosa Sierra Madre Oriental. Este vigoroso relieve de imponentes contrafuertes y bellas escarpadas, resguarda al costado poniente la sobria llanura y el cada vez más extendido núcleo citadino. Sin duda ha sido, y será siempre, digna de apreciarse esta estampa paradigmática del maridaje entre los lugareños y su espectacular orografía regional.

De tal forma que aún podemos darle el mismo sentido de actualidad a las palabras de Alejandro Prieto cuando citamos su crónica. Al referirse a la topografía local acuña así los rasgos de la decoración eterna victorense: “Cuando el viajero que se dirige a Victoria por el camino de Tula o de Tampico llega en una tarde serena a encontrarse colocado en alguna de las alturas que rodean la ciudad al lado del sur, se ofrece a su vista un grandioso y magnífico paisaje”.

El telón de fondo de la geografía, que quizá sea el más genuino filón que nos vincula e identifica con ese pasado. Geografía que nos pone en contacto directo con el mismo suelo, cielo y montañas, que disfrutaron, al igual que nosotros, nuestros antepasados, compartiendo una historia que nos enmarca en pasado y presente.

 

TERCER ACTO

La gran década que inició en 1890 vio la creación y el florecimiento de una nueva ciudad y de un nuevo orden de cosas. Los logros obtenidos dejaron muy atrás los paisajes sombríos y desoladores de destrucción, que según relatan las crónicas locales, trajeron aparejados la inestabilidad política nacional y las constantes guerras civiles del siglo XIX.

La transformación fue verdaderamente notable. Una prosperidad económica en plena efervescencia se tradujo en copiosa lluvia de ideas y realizaciones urbanísticas. La expansión física de la ciudad se compaginó con el crecimiento demográfico y el boom comercial, las innovaciones tecnológicas y la prestación de modernos servicios públicos.

La preocupación por embellecer la ciudad quedó manifiesta en grandes esfuerzos que se consolidaron en la prolífica construcción de obras e infraestructura urbana, como se pensaba entonces “para que, en su categoría de Capital del Estado, pueda juzgarse de la cultura de sus habitantes”.

La ideología del progreso permeó la población y fueron apareciendo con inmediatez centros de recreo, colonias populares, edificios dignos para las sedes de gobierno, bellas residencias, un hospital, el rastro municipal y zonas habitacionales de nueva creación, entre tantas otras mejoras culturales que corrieron paralelas.

De esa época surge la fama y el prestigio de una Victoria que se tenía como ciudad ordenada, limpia, con una planimetría precisa y bien pensada, cuando se le consideraba en el año de 1910 “en extremo pintoresca” y “una de las más atractivas entre las ciudades de México”.

Estos días finiseculares y de transición al vanguardista siglo XX, distaban tanto de aquel “triste inicio” que tuvo la villa de Santa María de Aguayo como primer asentamiento. A ciento cincuenta años de haberse erigido, empezaba a despuntar y a dar las primeras muestras de cambio, de embellecimiento y de consolidación urbana.

Fue entonces cuando se escuchó por primera vez el silbido que anunciaba la llegada de la locomotora, al abrirse al tráfico la línea del Ferrocarril de Monterrey al Golfo. La reseña de la fiesta inaugural es un elocuente testimonio del acontecimiento que significaba para Tamaulipas y para su Capital, el contacto directo con los grandes centros de población de la República y de los Estados Unidos: con “la vía férrea a sus puertas, (decía la crónica) todo augura su gran porvenir”.

Nos relata don Candelario Reyes otro emotivo testimonio, que fue justamente ese mismo periodo cuando dejaron de irrumpir las escandalosas parvadas de loros que cruzaban repentinamente la ciudad, atronando el aire con su algarabía y pintando de escarlata  la “quietud azul” de la cotidianidad del paisaje.

Era usual observar el vuelo fugaz de estas aves de plumaje colorido, cuyo recorrido se repetía una y otra vez como parte de una peculiar estampa imborrable del entorno natural citadino. Nadie hubiera pensado entonces que ese rasgo, tan característico en la transparencia del cielo victorense, hubiera podido siquiera desaparecer por completo.

Es muy probable que ese primer silbido del ferrocarril, por ilustrar un símbolo capitular de la modernidad y el progreso y como un indicador del cambio, marcó en adelante drásticas transformaciones ecológicas en el entorno. No cabe duda de cómo este pequeño paralelogramo, que constituía la ciudad, quedó sordo ante el potente aviso de la máquina, que alteró desde entonces la tranquilidad y la apacibilidad de antaño.

A partir de este nueva coyuntura histórica, con la puesta en marcha de algunas fábricas, con las detonaciones de dinamita que seguramente se empleó en los bancos y en las minas de piedra caliza que se localizaban en los alrededores de la ciudad y que fueron materia prima para edificar nuestro valioso patrimonio porfiriano, terminaron por ahuyentar por completo a estas curiosas aves lugareñas.

Estos cambios en el paisaje también se fueron provocando paulatinamente por la temprana deforestación que se venía dando conforme avanzaba el crecimiento urbano con la limpieza de solares y milpas que circundaban entonces a Victoria. Cabe mencionar que la historia ecológica de los pueblos ha sido un rubro historiográfico que se trabaja con éxito en otras partes de la República y que en cambio se ha soslayado su estudio en la entidad, investigaciones que resultarían necesarias y benéficas, sobre todo en esta época de notables descompensaciones climáticas en el mundo.

 

Este trabajo inédito fue presentado en el marco del Primer Encuentro Estatal de Cronistas e Historiadores en febrero del 2015.

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