abril 25, 2024
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marzo 4, 2020 | 153 vistas

Mariana Castañón.-

Siempre he sido un caos. Mi cuarto dura 20 horas arreglado, la cama siempre está destendida y la ropa que uso se queda en el piso por días. Aun así (y muy a pesar de los regaños de mi hermana) jamás me ha molestado demasiado vivir en mi desorden. Como soy una persona relativamente solitaria y mi recámara es un espacio personal, -visitado solo en raras ocasiones-, solía pensar que mientras mi desorganización no le afectara a otros no había necesidad de caer en lo que llamaba, formalidades.

De un tiempo a la fecha emprendí un viaje de autocuidado. Pero dentro de este camino de bienestar, el orden nunca fue una de mis metas. Hablaba de autoconocimiento, autoestima y de soltar mis limitaciones. Asistía a terapia, me enfocaba en mi productividad, buscaba mi libertad, mi identidad y una mejora de mis relaciones. Mientras, la ropa seguía tirada en el piso. En mi autoconocimiento entendí que el desorden era parte de mi personalidad y que, a pesar de ser un atributo comúnmente calificado como negativo, como no me estaba trayendo cargas negativas a mi vida, era algo que podía seguir soportando y practicando.

Todo estaba bien. Encontré trabajo, me sumé a un voluntariado, empecé a escribir, a comer mejor, a evaluar mejor mis relaciones y a pensar muchísimo. Mi estilo cambió. Mi círculo de amistades cambió. Mis prioridades cambiaron. Pero la ropa seguía tirada en el piso. Por tres semanas la ropa estuvo tirada en el piso. Así, después de haber alcanzado todo lo que me había propuesto y viviendo en uno de los momentos más productivos y de mayor autoconocimiento con una base de la cama rota y montañas de ropa a mi alrededor, comencé a tronar.

Cualquiera que me conoce sabe que tengo una rutina bastante saturada. No me quejo, pues si la mantengo así es por gusto. Pero esta rutina significa que llego a mi casa todos los días a las diez de la noche demasiado cansada como para dedicarle un rato más a arreglar mi cuarto antes de dormir. Por ello, los domingos están planeados para ser días sagrados de productividad masiva en donde todo se mete en la lavadora y el piso vuelve estar visible. Idealmente, obvio. Pero esto, claro está, no siempre pasa, pues como buena estudiante foránea, a veces los domingos estoy simplemente demasiado cruda como para jugar a la Marie Kondo.

Pospuse casi un mes esa limpieza intensiva, encontrando excusas siempre para evitar encararme con mi desorden, hasta que me di cuenta que llegar a mi cuarto, ese espacio que antes significaba para mí un santuario, comenzó a sentirse como una aspiradora de energías. Cruzar esa puerta, ahora, era encender un interruptor de malestar. Y como una vez que se ve algo es imposible ignorarlo, ese último día el cansancio de todo un sábado afuera no fue más grande que el estrés de pasar un minuto más en ese cuarto repleto de cosas. Así que tiré. Y tiré. Y tiré.

Empecé por la base de la cama que se había roto tres días atrás. Saqué diez pares de zapatos para regalar, la mitad de mi ropa, una caja llena de labiales que ya no utilizaba y esencialmente, cualquier cosa que no había usado las últimas dos semanas. No pasé por ningún proceso de negociación, simplemente me pregunté, honestamente, si era factible que ahora que al parecer el orden empezaba a tomar importancia, yo me comprometería a ordenar profundamente el montón de cosas que guardaba. La respuesta, viniendo de un sincero autoconocimiento, fue que no. Así que la única solución que me parecía sensata era reducir, entonces, la cantidad de cosas que tenía por ordenar.

Fueron horas de ordenamiento. Comenzó pesado, aburrido. Había estado haciendo mandados todo el día y solo quería acostarme un rato a descansar. No tenía energía para el esfuerzo mental y físico que significaba reacomodar todas mis pertenencias. Pero, curiosamente, entre más ordenaba, más enérgica me sentía. Mi humor mejoraba, mi concentración se afilaba. No había sentido m mente tan clara, ni había practicado un ejercicio tan honesto de autoconocimiento como cuando me deshice de todo. Mientras tiraba y acomodaba, sabía que necesitaba quedarse conmigo, identificaba fácilmente mis rutinas, mis gustos reales, todas las cosas que me estaban sobrando y aquellas con las que tenía apego por vidas pasadas.

Meses atrás, durante diferentes periodos, hice compras masivas de maquillaje, de zapatos y de otros productos. Quería tener algo para cada ocasión. Quería llegar a cumplir un perfil fantasioso que no estaba ni un poco en contacto con la Mariana de la realidad. Compraba cosas para cuando saliera de antro, hiciera ejercicio, me fuera de brunches. Compraba (y no actuaba) para ser. No me prestaba atención, no era honesta conmigo misma. No me conocía. Tenía demasiadas cosas para abarcar todas los perfiles ficticios que mi mente adoptaba cada tanto. Y encontrar una liberación a estas decisiones pasadas a través del ordenamiento de mis cosas fue algo que nunca pensé que pasaría.

No sé ni cómo llegué a este punto. No puedo apuntar en específico qué fue lo que cambió en mí acerca de por qué justo ahora me molestaba este desorden que venía cargando años atrás. No era la primera vez que mi cuarto estaba así de desarreglado, pero quizá sí era la primera vez que mi mente no estaba tan desordenada como mi espacio. Mi mentalidad había cambiado y que la realidad se quedara en el pasado era doloroso. Y después de este cambio de actitud, puedo decir que todo lo que se quedó conmigo son cosas que realmente amo y me producen felicidad. A final de cuentas, es ingenuo actuar como si no existiera una carga simbólica detrás de todos y cada uno de los objetos que tenemos. Todo lo que tenemos guarda pensamientos, sentimientos, memorias que están estimulando activa o pasivamente nuestra mente todo el tiempo. Y más vale que estas sean positivas.

 

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