abril 27, 2024
Publicidad
julio 9, 2020 | 117 vistas

Mariana Castañón.-

 La primera vez que realicé una compra por Internet tenía 15 años. Había recibido una cantidad de dinero, que hasta la fecha sigue siendo uno de los presupuestos indumentarios más amplios que he tenido. Adolescente íntima a la cultura del Internet, con una educación clasista (producto parcial de todo una -corta- vida de escuelas privadas) y con las marcas que aspiraba a vestir disponibles solo a cientos de kilómetros de distancia, decidí gastar mi regalo de XV años en plataformas virtuales de ropa.

Para esta edad, yo era relativamente independiente. O, por lo menos, suficientemente rebelde como para no aceptar los gustos y consejos de mis conservadores padres de familia. Así pues, ellos cumplieron con la “tarea” social  y cariñosa de regalarme algo para celebrar mis 15 años y lo hicieron en formato de una tarjeta de crédito topada. Una vez extendido el regalo, se desentendieron de las formas en las que yo decidiría usarlo. Probablemente, porque mis gustos, mis canales y mis lenguajes estaban demasiado alejados de lo que ellos conocían, gracias a la brecha generacional y a una intercomunicación familiar pobre. Yo, por mi parte, sobre gestión monetaria y compras por Internet no sabía nada, pero experimentaba por primera vez libertad económica y de elección, así que aquello poco me importaba.

Ya antes de aquello, pasaba horas navegando por Internet, fantaseando con comprar ropa que me haría estar a la moda y pertenecer a cierta convención en la que mis amigas ya estaban. Así, elegí primero un par de botas Dr. Martens que serían importadas desde Estados Unidos, pero que nunca llegaron. Compré, también, una carísima marca Pepe Jeans que sabría estilizar mucho mejor hoy en día, si es que supiera dónde narices quedó. Desde otra plataforma europea, si bien recuerdo, mandé pedir unos tenis Vans negros y un short demasiado caro, demasiado difícil de combinar y demasiado corto para utilizarlo realmente. Y, por último, también a través de otra página, compré una chaqueta varsity tipo universitaria en color rojo, que llegó en color rosa.

De más está decir que esta experiencia fue un rotundo fracaso. Y, además, mi familia no me perdonó la metida de pata por años. Todos en la casa tenían pavor de realizar compras por Internet y prácticamente estuvieron prohibidas por un buen tiempo. Eventualmente, cada vez más inmersa en la realidad web, en parte también porque el mundo virtual llegó hacia nosotros, este modo de compra se reanudó en el hogar. A mi mamá ya comenzaban a llamarle la atención aquellas blusas floreadas de tiendas chinas y mi papá ya era un usuario permanente en la página de Mercado Libre. Mi hermana y yo, por otro lado, ya estábamos en otros niveles de comercio online. El mercado de Facebook, las ventas Victoria, las tiendas de Instagram y el fast-fashion online eran nuestro lenguaje del día a día.

Como se ha de apreciar, todos en la familia terminamos adaptándonos al mercado virtual. Y conforme ha pasado el tiempo, entre las reseñas, las referencias, los costos de envío y todos los elementos más a considerar, hemos aprendido, no sin algunos contratiempos, a comprar cosas por Internet sin problemas. Tan es así, que ahora cada quien usa su plataforma y tipo de comercio de preferencia. Por ejemplo, yo he aprendido a comprar en bazares mexicanos, librerías independientes, aprovechar al máximo las vueltas de transporte y a reconocer qué tiendas extranjeras cobran impuestos aduanales.

A pesar de que intento (ingenuamente, quizá) mantener un consumo relativamente ético, sigo pagando mi membresía de Amazon Prime, plataforma desde donde hago diferentes tipos de pedidos. Ofreciendo mi cuenta a mi tía, por aquello de la opción a envíos gratuitos, me llegó al día siguiente su hija a la casa lista para gastarse su regalo por su décimo aniversario. Yo la senté frente a la computadora, le dije que navegara en la página y que me hablara cuando terminara de agregar las cosas al carrito para poner mi tarjeta. Ni siquiera me cuestioné si debía darle algún tipo de guía, solo confié en esta cualidad de la página para ser intuitiva y me metí a mi cuarto a seguir trabajando.

Un par de horas después, la niña estaba lista. Había seleccionado un set de pulseras demasiado caras para la pobre calidad y que además, cobraban $300 de envío, pues no calificaban para entrega “Prime”. Un par de blusitas, que no eran de su talla y un total económico distribuido a poca conciencia. ¿Cómo no habría de serlo? Que se haga a través de una plataforma digital no significa que no sea una experiencia completa de compras. Así, luchando contra el impulso de rodar mis ojos y extender mi tarjeta, me dediqué el resto de la tarde a darle instrucciones acerca de cómo pedir cosas por Internet, de qué manera tomar sus medidas y cómo sacarle mejor provecho a su presupuesto.

Se me fueron tres horas ayudándole a elegir sus prendas y ni aún así terminamos. De pronto, recordé las idas al mall en la frontera y los pies cansados al llegar al hotel, siempre barato, para poder gastar menos en viáticos y más en ropa. Deseé, por varios momentos, desentenderme de la tarea no pedida y dejar que aprendiera por su cuenta. Pero si a algo me ha comprometido mi trastorno histriónico y mi experiencia de vida, es a no ignorar las oportunidades de educar de manera correcta y amorosa en torno a lo que no me educaron de joven. Por ello, en esta cuarentena, que nos ha forzado a mudarnos a la realidad digital, es preciso plantear esta premisa: tenemos que educarnos, a nosotros y a nuestros allegados, para las compras virtuales.

Tarifas de importación, impuestos aduanales, calidad-precio, reseñas, tipo de tela en las prendas, instrucciones de cuidado, seguimiento y rastreo, métodos de pago y de entrega, son apenas algunos de los elementos a considerar para las compras exitosas. Que se nos agregue comodidad en un área, muchas veces implica añadir complejidad a otra. Pero, haciendo una descarada propaganda de esta práctica, he de asegurar que vale la pena. Uno termina aprendiendo más acerca de tallas de ropa, materiales y composición, retroalimentación directa con el vendedor y sobre la ética de la marca. Usemos las herramientas, pero aprendamos a utilizarlas.

No sea que tus botas 1460 lleguen a la casa de una gringa ladrona en Houston.

Comentarios