abril 26, 2024
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julio 29, 2020 | 200 vistas

Mariana Castañón.-

Hace más de un año que tomo psicoterapia y he pasado por un montón de dificultades. Para quien no está familiarizado con los procesos terapéuticos, parecería que entre más voy, peor me pongo. Los análisis han ido desde lo urgente e inmediato, como un duelo de un viejo amor, hasta las relaciones con el padre, las figuras masculinas, Dios, el sexo, la comida, el cuerpo, la autoridad, la depresión y un trastorno de déficit de atención con impulsividad. Yo llegué a consulta porque tenía el corazón roto y quería dejar de llorar, pero terminé destapando cloacas que llevaban muchísimo tiempo juntando pestes.

Uno de los primeros problemas que traté en las sesiones fue el de un cuadro depresivo que venía de un reciente cambio de carrera y ruptura amorosa. Había vivido deprimida mucho tiempo, así que sabía detectar cuándo esta llegaba a mi vida, pero no cómo corregirla. Uno se empieza a volver bastante sensible a las aflicciones que lo acompañan durante tanto tiempo. Por ello, cuando salí de este episodio, estaba bastante sensible a la sintomatología que experimentaba cuando tenía malos ratos. Entendía de depresiones y de tristeza, de distimia, y tiempo después, a raíz del diagnóstico del TDAI, de falta de motivación. Esto me hacía estar preparada para los sentimientos negativos y tratarlos antes de que derivaran en problemas más graves.

A pesar de que sigo tratando problemas que surgen mientras existo en este plano, desde que voy a terapia me siento una persona muy sana. Mis relaciones han mejorado muchísimo, soy más capaz de intimar y de comunicar lo que siento, me siento en mejor control de mis impulsos y en general, más feliz. Los problemas no terminan, supongo que no lo harán nunca, pero ahora me siento capacitada para enfrentarlos. Sé que llegará el día en que mi consciencia se expanda lo suficiente para que no caiga en crisis cada vez que se devela una nueva relación incorrecta que se fundamentó en la infancia, pero por mientras me siento bien pidiendo y recibiendo ayuda profesional.

Cosa curiosa, es que esta misma “madurez emocional” me lleva a experimentar los mismos fenómenos antiguos de maneras distintas. Hay formas en las que se manifiesta de maneras muy obvias. Por ejemplo, ahora soy completamente intolerante a la irresponsabilidad afectiva y a las relaciones emocionales de poder. Si he de toparme con gente de este tipo, evito crear vínculos afectivos o filiales con ellos. También, premedito mis decisiones con más cautela y sé irme más “a tiempo” de situaciones peligrosas (aunque es verdad que esta última me falla un poco). Es precisamente por todo esto, que ahora la depresión que estoy viviendo se sintió infinitamente distinta a las que solía tener cuando era más joven.

No es ninguna novedad que la pandemia afecta directamente la psique de la población. A cada uno de nosotros nos ha pegado de maneras horribles. En lo económico, en lo social, en los sueños y planeaciones. El miedo, el enojo, la incertidumbre o la desesperanza son el pan de cada día. La nueva normalidad es vivir a pesar de este conjunto de sentimientos negativos, que a veces se diluyen en intensidad, no porque hayan disminuido, sino porque nos hemos acostumbrado a cargarlos. Así, aunque yo entendía cognitivamente que probablemente el encierro estaba haciendo de las suyas en mi salud mental, no había dado con la respuesta sobre las formas en las que se estaba manifestando su conchudez.

Como exploradora busqué hasta el cansancio los orígenes de mis malestares y quería darles solución independientemente. No explicaba el cansancio todo el día, a pesar de que intentaba dormir suficiente o alimentarme bien. No explicaba la falta de concentración y de ganas para hacer mis actividades, por más que me echaba porras y me motivaba a continuar. Las cosas que solían llenarme de vigor ahora me parecían nulas, la sensibilidad de mi paladar había cerrado operaciones y podía despertarme con un desayuno completo, pero cenar solo una pieza de pan con agua. No por todo esto, desertaba mis actividades a cumplir o suspendía mis sesiones de terapia. A veces no contestaba a mis amigos por días, pero luego de suficiente absorción, regresaba y convivía. Sentía deseos de estar mejor, pero no podía conseguirlo.

Hasta que la medicación fue sugerida y entendí qué me estaba pasando.

Me he acostumbrado tanto al malestar de la crisis que fallé en detectar lo que antes notaba al instante: estoy deprimida. Echarle ganas no es suficiente en este momento porque los agentes que, por lo menos a mí, me deprimen, son innegociables. No puedo cambiar la economía. No puedo regresar a la vida normal, no puedo abrazar o compartir una cerveza con mis amigos al aire libre. En mi trabajo han despedido a todos y he de sentirme agradecida que yo no fui una de aquellas. He de sentirme agradecida de que tengo salud, de que tengo una computadora que me permite seguir conectada. Y lo estoy. Pero he perdido mucho en poco tiempo.

Veo a mis padres, escucho a mis amigos, entiendo a mis tíos. Sé que no estoy sola en este sentimiento. Sé que esta depresión indetectada no es algo propio de esta jovencita escritora. Por todos lados, el espíritu está por los suelos. Cada vez es más difícil continuar motivado o lograr pequeñas tareas que antes eran rutinarias. No veo que lo detectemos todos como depresión porque no tenemos tiempo para llorar, no tenemos cabeza para explorar en otro problema más. Pero está aquí, es un fenómeno extendido y como tal, debe ser atendido. Pongamos pausa un minuto al virus y a la economía, ¿qué vamos a hacer con nuestras cabezas?

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