abril 27, 2024
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octubre 7, 2020 | 125 vistas

Mariana Castañón.-

A los 20 años, fui diagnosticada con un trastorno de déficit de atención con impulsividad. Confundido (por mí) con un cuadro depresivo, mi repentino desinterés por mi carrera llamó la atención de mi terapeuta y me hizo algunos estudios. Ahí estaba, la respuesta al porqué no podía pararme de la cama a continuar con mis actividades diarias por más que me lo exigiera. La razón de mi volátil interés por todo lo novedoso y las recurrentes deserciones que había tenido a lo largo de toda mi vida. Ese día, experimenté una de las sensaciones agridulces más fuertes que hasta entonces había vivido. Por un lado, me sentí entendida y preparada y por otro, sumamente triste de que hubiese algo “mal” con mi cerebro.

Desde entonces, he llevado un proceso terapéutico (y más recientemente, farmacéutico) que me ayuda a lidiar con este trastorno. No ha sido fácil. Lidiar con la reprogramación de hábitos forjados sistémica y cognitivamente por veinte años no es poca cosa. Y menos, cuando padeces una condición que tiránicamente te lleva a dejar atrás todo lo que te exija un esfuerzo extraordinario. Por estas mismas razones, de hecho, fue que pasó desapercibido por mis padres y mis profesores a lo largo de mi crecimiento. Mi trastorno es fácilmente confundible con las características de una persona que simplemente es floja e irresponsable.

Si yo por el contrario, hubiese alcanzado la “H” de hiperactividad que acompaña normalmente esta condición, quizá lo hubiesen detectado a tiempo. Un niño hiperactivo es difícil de ignorar. No puede permanecer sentado durante las clases, habla mucho, está todo el tiempo moviéndose y se aburre fácilmente. Pero no. Mi hiperactividad es mental, mi TDA se acompaña de una “I”, que da como resultado una incapacidad de medir riesgos como la gente normal. Una impulsividad que me pone en riesgo a mí y a mis planes curriculares cada tanto. Algunos otros compañeritos TDA, como uno de mis mejores amigos, tienen la característica de ser “TDA desafiante”, criaturas con severos problemas frente a la autoridad.

La cosa es, que aunque parezcamos un clan de adultos irresponsables y dispersos, que fueron faltos de disciplina o “unas buenas nalgadas” en la infancia, no está dentro de nuestro control (no sin un diagnóstico y terapia correspondiente) ser así de desertivos y volátiles. Hoy, diagnosticada y en tratamiento, soy capaz de detectar, tentativamente, hermanitos de trastorno: adultos inconscientes de su condición, que van por la vida esclavizados por sus pulmones inmediatas. Esto me ha hecho cada vez más consciente de la problemática que desemboca la poca sensibilización que se tiene sobre esta condición. Y como el resto de los trastornos mentales, ya va siendo hora de que se tome en serio este problema.

La realidad es que este es uno de los trastornos más comunes que existen. Es tan común que ni siquiera se toma con la seriedad que debería. “Déficit de atención” nos remite a una persona que batalla para concentrarse. Y ya, gran cosa. Crecí en una casa donde mi madre educadora en algún momento sugirió que podía tener déficit de atención, igual que ella y nunca nos llevaron a terapia. Como si esto fuese un rasgo de la personalidad, un defectillo, un estilo del ser. Pero esta condición es un modelado de la personalidad, que tiene implicaciones en nuestras relaciones, nuestro trabajo, nuestras emociones y el sentido de nuestras vidas.

Episodios hipomaniacos, deserciones y abandono constantes hacia personas y proyectos que nos emocionaban, inestabilidad emocional, laboral, romántica; constante ruido mental, un montón de pensamientos existiendo y demandando tu atención tiránicamente al mismo tiempo; incapacidad (literal) de completar tareas, son algunas de las características que acompañan mi trastorno. Hay días que me levanto, organizo mi día según la agenda y no puedo terminar una sola de las tareas que me propuse porque la procastinación no me dio para más. Al día siguiente, completé 20 de ellas en un episodio hipomaniaco (obsesivo) que no me permitió pararme de la silla hasta completar la manía que me pegó en ese momento.

Planear a largo plazo es dificilísimo. No puedes asegurar dónde vas a estar en tres años, Dios no quiera que se nos ocurra cambiar de carrera, trabajo o pareja persiguiendo cualquiera de esos impulsos que nos llevan a volátiles cambios. Cada nuevo semestre, mi única meta es terminarlo sin botar la carrera, persiguiendo una nueva. Cuando comencé a aprender piano, atea y todo, me senté a rezar a Dios o a mí, pidiendo que por favor me permitiera seguir tomando clases sin botar el estímulo. Hoy en día no he regresado a las lecciones. Dentro de tanta inestabildad, el área romántica tiene dos posibilidades: establecer relaciones dependientes con quien sea que se presente como un pilar de estabilidad que carecemos, o correr de una relación a otra sin sentar cabeza.

Mi diagnóstico me trajo paz por primera vez en la vida. Me dio las herramientas necesarias para conocerme y aceptarme, así como encontrar alternativas a los planes que se nos exigen, ajustados a mi propia condición. Si de joven corriste de futbol a ballet, natación y pintura, dejando cada una de estas actividades atrás, siempre aburriéndote de lo pasado, quizá va siendo hora de consultar un poco este trastorno. Detectar es el inicio de la estabilidad que parece utópica para un perfil como el nuestro. Concientizar, es el preámbulo. Siempre es hora de hablar de salud mental, aún cuando nuestras condiciones no nos limitan de ser funcionales.

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