abril 26, 2024
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diciembre 8, 2020 | 100 vistas

Mariana Castañón.-

A menos que haya pasado por un privilegiado y extenuante proceso terapéutico, es muy difícil conocer a una mujer que no sostenga o haya pasado ya por un trastorno alimenticio. Pocos estamos dispuestos a admitirlo, sin embargo, pues dicho término nos remite únicamente a la bulimia, la obesidad y la anorexia nerviosa. Pero la cosa es, que contar calorías compulsivamente, comer a deshoras, premiarnos y castigarnos en relación a la comida, vomitar “poquito”, someternos a estrictas y “milagrosas” dietas, hacer constantemente retos “detox” o laxantes, tener atracones de comida cada tanto, son también, aunque no queramos admitirlo, trastornos de la alimentación.

Desafortunadamente, nuestra sociedad no sólo omite dichos trastornos, sino que los promueve. Basta con entrar un rato a Instagram para darnos cuenta de los cientos de dietas y tés laxantes, discursos cargados de gordofobia, o presiones visuales para tener un cuerpo escultórico. Pero este tipo de contenido indiscriminado, llega a nosotras desde mucho antes, cuando las expectativas sociales minan en nuestras infancias. Así, desde pequeñas, muchas niñas son molestadas por sus familiares, o sus profesoras de gimnasia, ballet, o cualquiera de esos deportes en donde la delgadez es aparentemente crucial para el éxito de la chiquilla en el escenario. (He sido testigo de cómo una niña de ocho años se veía al espejo, disculpándose con culpa por su barriga abultada).

¡Y nadie hace nada al respecto! Seguimos promoviendo el mito en el cual la delgadez es sinónimo inequívoco de la salud, ni se diga la belleza. Pero, cada vez, esta delgadez se acopla a un nuevo canon que la mayoría de nosotras somos incapaces de cumplir. Grandes nalgas y senos pequeños, abdomen plano y caderas enormes, cinturas minúsculas o piernas kilométricas, las expectativas corporales no se detienen en la simple delgadez. De esta forma, ni las mujeres más bellas, con los cuerpos más sanos, se sienten bien consigo mismas. Ninguna mujer escapa de este yugo que lleva años imponiéndose sobre nosotras. El odio a nosotras mismas, disfrazado de anhelo a la belleza hegemónica, es la regla: cualquier intento por romperlo será castigado.

Por ello, estos nuevos intentos por luchar contra la hegemonía del cuerpo femenino siempre terminan socavados y fuertemente criticados. Una transparente gordofobia rápidamente se hace presente cuando cualquier modelo que no pese 50 kg aparece en las campañas publicitarias de cualquier marca popular. Se nos acusa de romantizar la obesidad y dentro de esta postura de superioridad moral, se autorizan las críticas más hirientes a los cuerpos diversos, que tanto incomodan al público general. Como si ningún cuerpo que no fuese perfecto no tuviera el derecho de existir públicamente y se viera obligado a existir únicamente en las sombras.

Todo este bombardeo llega a nosotras en forma de amistosa recomendación y se instala a manera de autodesprecio. Este odio, posteriormente, será el motor para comenzar las relaciones más insanas con la comida y nuestro cuerpo, a fin de acercarnos a esta utópica figura que prácticamente, sólo existe en los programas de edición fotográfica, los imaginarios masculinos y el porno. Pero es tan constante y tan incisivo, que a pesar de hacernos conscientes de esto, es sumamente difícil deshacernos de años de adoctrinamiento en este control que nos mantiene preocupadas en trivialidades, en vez de construir nuestra seguridad y autonomía.

Y al final, como todas estamos metidas en esto, sin cuestionárnoslo si quiera, hablamos con nuestras amistades de nuestros polvos para adelgazar, las purgas a las que nos sometemos, los días que llevamos sin comer, nuestro odio a las lonjitas y la grasa en el abdomen; procurando restarle siempre la severidad al discurso, para no hacer de una conversación casual algo serio. Pero el problema es serio. Porque, por más nutriólogos involucrados, o peso ideal que mantengamos, no tiene nada de sano obsesionarnos con nuestros supuestos defectos corporales y la cantidad de grasas o carbohidratos que consumimos. El odio corporal es cosa seria. Necesitamos seguir hablando de todo esto, pero con este giro crítico a las prácticas que nos han sometido durante generaciones.

Lo primero que hay que hacer en esta batalla, será reconocerlo. Admitir que esto no es normal, ni debería de serlo. Que haber vomitado durante un periodo en la adolescencia no fue sólo una moda pasajera. Que existen partes de nuestro cuerpo inadmisibles al público, que sumimos el abdomen cada que alguien se acerca a tocarlo y tenemos miedo de prender la luz al hacer el amor. Que nos paramos, todos los días, varias veces frente al espejo para jalarnos las lonjas y pensar los peores insultos hacia nuestra grasa. Que nuestras opciones de cena son culpígenas después de ver a modelos guapísimas en Instagram, que después de un día estresante nos atiborramos de galletas y panes, o nos consolamos con helado y pizza. Todo esto está normado, pero no es sano. Estamos enfermas, en mayor o menor medida. Por eso es hora de recuperar nuestros cuerpos.

La forma de recuperarnos no es comiendo frutas o verduras, o cerrando nuestras redes sociales. Esta es una cuestión social. Nuestra recuperación viene de adentro y después llega hacia todo lo demás. Necesitamos combatir la gordofobia, el permeado odio hacia la gordura disfrazado de preocupación por la salud; combatir la hegemonía publicitaria; detener los comentarios insultantes del cuerpo a los otros; agradecer a nuestro cuerpo por mantenernos aquí, sanas y salvas después de tan malos tratos; llevar a terapia nuestra relación con la comida, cuestionándola siempre. Necesitamos estar juntas en esta recuperación. Acuerparnos y perdonarnos. Basta de ser víctimas y verdugas. No merecemos esto.

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